Ámbar Líquido y Amor a Quemarropa

No eres consciente de lo que se te viene encima cuando ya estás cayendo por el fondo del lavabo. El combate ha terminado, te duele la mandíbula, las encías te sangran, no consigues ver con nitidez, tan solo distingues unas borrosas líneas verdes y burdeos sobre la bolsa depositada frene a ti en el banco de madera junto a la ducha del fondo, en esa esquina donde sueles lamerte las heridas y celebrar, con los amigos que te quedan, las escasas victorias que aún te brinda el rin.

El agua resbala por tu cuerpo, se desliza sobre los pómulos hinchados y recoge las gotas de sangre que definen la intensidad, y el punto de no retorno, de la noche. Has bailado al ritmo negociado y has dejado claro a tus incondicionales que, al caer, lo haces con el estilo que sólo tienen los maestros, los fajadores que, bregados en incontables derrotas, han llegado a la victoria final, al olimpo del boxeo donde sólo se puede llegar a través de los cuadriláteros del infierno, llegar a ser el número uno es algo por lo que merece la pena vender el alma a Lucifer.

Después de seis años en la cima, el esplendor de la corte se ha transformado en un amasijo de tronos rotos y trincheras abandonadas. Avanzas, sin mirar atrás, en un mundo donde todo se ha pasado de rosca y gira sin control, como un tiovivo abandonado en el campo de batalla, donde los guerreros han olvidado el color de su bandera y luchan sin saber porque.

Te vistes, mientras observas en el espejo las huellas que los golpes han dejado en tu mirada, y te lanzas a la calle consciente de tener activado el plan de supervivencia con el que están diseñadas todas las bestias, esa parte del código genético donde el dragón inhabilita al dinosaurio y, como el magma que escupe un volcán cuando cae a tierra, hacer tuyo cualquier lugar donde por azar vayas a tener que pasar una temporada. Te inquieta que regresen las voces y vuelvas a despertarte sin saber dónde estás.

El contable te llama todos los miércoles a las doce de la mañana y el médico que te paga el sindicato, todos los viernes a las cinco de la tarde, de la pericia del primero para cuadrar las cuentas que blanquean tu baile en el rin y de lo acertado del diagnóstico del doctor, depende el cronómetro que marca los días que te restan de vida. A partir de ahí, tus adversarios son material a procesar para continuar con la barra libre y el carnet de socio del exclusivo club, El Ocaso de los Dioses.

En el taxi, la bolsa de líneas verdes y burdeos se ilumina al ritmo de los carteles de neón del mítico cruce de la calle Trece con Desesperados. Una sombra esmeralda, con aliento de mujer, te inyecta luz en el interior del coche, suena jazz y Paul Desmond acaricia la escena mientras el oro sangriento de la lucha se convierte en ámbar cálido de amor a quemarropa.

  • La ilustración de esta historia es una creación de mi buen amigo Dani Santos

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