“Mi colega Andrew Watson mostró que los incendios no pueden empezar, ni siquiera en zonas secas, cuando el oxígeno se encuentra por debajo del 15%. Por encima del 25% los incendios son tan intensos que incluso la madera húmeda de las selvas tropicales se quemaría en una conflagración espantosa. Por debajo del 15% no podría haber carbón vegetal, por encima del 25% no podría haber bosques. El oxígeno se encuentra en una concentración del 21%, cerca del punto medio entre estos límites.”
James Lovelock
Márgenes muy estrechos fuera de los cuales no hay vida. Constantes que nuestro planeta ha creado para que sean posibles selvas y desiertos. Los mecanismos con los que Gea se erige como un faro para la vida. Cuando más arrecia la tormenta, emite su luz con precisión y contundencia, marcando un lugar donde hacerla posible. El caos, la entropía y de fondo, entre olas de doce metros, el faro que nos une a tierra firme con sus destellos. Que nos permite fijar el timón hacia una zona del inmenso océano donde seguir existiendo.
Esa luz que atraviesa nuestros ojos, viaja por el cosmos sin llegar a ninguna frontera, pero nosotros necesitamos límites. Todo debe comenzar y terminar, los países donde habitamos y los cuerpos donde experimentamos la vida. No podemos concebir la bastedad del universo, ni imaginar los millones de células que forman nuestro cuerpo que, igual que la roca nómada que habitamos, se autorregula para mantener unas constantes que nos permiten prevalecer y mejorar. Una ligera oscilación, por exceso o por defecto, provoca el cese inmediato de la vida. La bioquímica nos dice qué procesos generan calor en nuestro organismo, pero no sabe decirnos cómo consigue regularse. Nos esforzamos en proteger la vida: legislamos, investigamos, prohibimos, aconsejamos. No entendemos la vida ¿Cómo vamos a protegerla?
El oxígeno mata de una manera parecida a como lo hace la radiación nuclear, destruyendo las instrucciones acerca de la reproducción y reparación que se encuentran dentro de nuestras células. Por tanto el oxígeno es mutagénico y carcinógeno, y respirarlo fija el límite de nuestro tiempo de vida. Sin embargo, “El oxígeno abrió a la vida una amplia gama de posibilidades que no estaba al alcance del humilde mundo anóxico. Sólo para mencionar una de ellas: se necesita oxígeno molecular libre para la biosíntesis de los aminoácidos estructurales hidroxilisina e hidroxiprolina. Estos son elementos de los componentes estructurales que constituyen los árboles y animales” (J. Lovelock, 1993)
Ya lo sabes, nada es lo que parece. La inversión maligna también es una constante. Como nos dejó claro Paracelso, el veneno es la dosis. La homeostasis de Gaia ejecuta millones de ajustes, a cada instante, en su atmósfera, en su corteza terrestre y en lo más profundo de sus entrañas, para salvarnos del letal desequilibrio. Para conservar la vida que lleva haciendo crecer durante eones. Si nos oponemos a ella, el planeta nos lo hará saber. Lo más prudente, así como un aprendiz escucha a su maestro, es interiorizar los mensajes claros que la Tierra nos comunica con la desaparición de especies y el peligro de extinción de otras, incluida la nuestra.
El tiempo no existe en el basto cosmos. No existe en los incalculables días que ha necesitado Gaia para crear su actual geofisiología. Lo cual no es así para nosotros. El tiempo existe, nos oxida y nos obliga a despedirnos para siempre de miradas que fueron nuestros ojos, de vidas que fueron nuestra vida. El planeta nos habla y nos dice que hay tiempo para volver a ser lo que nunca hemos dejado de ser, Naturaleza. Volver a ser parte del equilibrio y no parte del caos que nos rodea. Del que sólo nos separa una pequeña capa invisible, la Biosfera.
La experiencia en despedidas de la vida, nos enseña a controlar el miedo cuando nuestra voz desaparece con aquellos que se van y durante años fueron inseparables compañeros de camino. Todo se vuelve hermético y nos preguntamos si al morir estamos realmente preparados para volver a ser eternos. Estructuras vaciadas vueltas hacia lo que no vuelve. Lo nómada migrando en la invisibilidad de la esencia. Del presente que se nos va entre preguntas y deseos.
Recuerdos con los nombres borrados para que dejemos de padecer su ausencia. Algoritmos para perdernos en el bosque de los sentidos sin tacto ni olfato. El territorio donde las redes exhiben la libertad como el trofeo de la memoria vaciada de futuro. Sentidos dopados para no alertar sobre la ansiedad y el miedo al dolor. Hedonismo sin límites para seguir cotizando en el mercado de esclavos: apolíneo y exquisitamente reduccionista.
La cuenta atrás de una liberación pactada con nuestra adicción a la insaciable confianza en nosotros mismos y a nuestra autoestima. Becerros de oro de la nueva era. Egos inflamados hasta lo grotesco. Sistemas feudales liderando el desarrollo de la inteligencia artificial.