Caminaba en dirección al refugio de turno, una fábrica de cemento abandonada en las Cuestas del Garraf. Ocupaba las dos habitaciones donde habían estado las oficinas. Desde allí contemplaba el muelle donde años atrás zarpaban enormes barcos cementeros a diferentes partes del país. Su aspecto fantasmagórico inyectaba un soplo de calma obscura en el atardecer.
Impensable abandonar aquel refugio, el mejor que había tenido nunca. Desde una altura de nueve pisos, bajaba directamente al suelo en una carretilla de descenso lento que aún funcionaba al tener un mecanismo de poleas que no necesitaba la electricidad. Esos momentos eran únicos, el sol caía a plomo sobre el Mediterráneo pero una brisa fresca me acariciaba el rostro durante el descenso. Empezaba el día en torno a las diez de la mañana -Ni tarde, ni temprano. ¡Equilibrio!- Me decía a mí mismo. El día a día era tan imprevisible que el hecho de mantener constante el estado de ánimo era un éxito y me ofrecía posibilidades claras de sobrevivir en un entorno que se había vuelto peligroso en extremo.
La última crisis había transformado a la sociedad en una máquina egoísta y despiadada de buscarse la vida. Hacía falta estar alerta para no tener problemas o incluso encontrar la muerte. La policía cobraba sueldos de miseria y hacía tiempo que miraban para otra parte si la gente se tomaba la justicia por su mano. Consideraban justo que la sociedad se organizara para protegerse de sí misma, resolviendo los conflictos de la manera que consideraran más oportuna. Si querían resolverlo a tiros, pues a tiros, lo importante era que los problemas no se acumularan. El juicio en un garaje o la sentencia a muerte dictada por una comunidad de propietarios, eran lícitos en aquellos días. Cuando no se prohíbe matar, los asesinos aparecen como setas.
Me dedicaba al trapicheo de formación intra-córtex; es decir, por trescientos euros, cualquiera se podía enchufar un oficio en el neo-córtex y convertirse en carpintero o médico en una sesión de entre dos y siete horas. El problema residía en que no había trabajo para nadie que no perteneciera a alguna de las doce familias que se repartían el poder en el país. Tenías que estar afiliado a alguno de los doce partidos políticos. A través de ellos se gobernaba con una administración opaca, fría y despótica.
Me había quedado en el Noreste, decía que quería ser el primero en ver el Sol. Ona decía que realmente me había quedado allí porque contaba con un proveedor de formación barato y que además no hablaba nunca, solo pronunciaba el precio, hola y adiós. Se había quedado fundido en una sesión hacía años y vagaba por un mundo binario.
Ona, mi pareja, por supuesto también vendía formación. Tener algo sólido en común, era importante en un mundo que se había vuelto líquido. Nada tenía una forma definida, en semanas podías contemplar la reconversión de una ciudad repleta de actividad en un pueblo fantasma. Invertían y retiraban los fondos de la noche a la mañana. Nunca sabías el tiempo que iba a durar el supermercado, la gasolinera o el colegio. Todo se movía de manera imprevisible. Al igual que las llanuras africanas, que son vergeles o desiertos dependiendo de las lluvias, los servicios sanitarios, los bares, los restaurantes, todo, dependía de ese fluir azaroso e insondable de Las Doce Familias.
Nadie conocía los motivos, ni en qué momento una ciudad o un pueblo iban a surgir de la nada o ha ser engullidos por el silencio y el polvo. Estas zonas abandonas se convertían en la forma de vida de miles de carroñeros; como yo, que lentamente íbamos consumiendo hasta el último cable de la ciudad, convertida por arte de magia, en cadáver abandonado a su suerte.
La formación que vendía estaba relacionada con estas ciudades cadáver. Los cursos consistían en un paquete de habilidades para descuartizar y devorar hasta los huesos el cadáver de acero: fibra óptica, superconductores y hormigón. El proceso de aprendizaje era muy simple, el curso se presentaba como un juego, cuando conseguías llegar al final, habías ganado, tu cerebro había adquirido el aprendizaje para siempre. Además los cursos estaban trucados y era muy fácil llegar hasta el final, lógicamente la calidad del aprendizaje era, más bien, mediocre, pero como el cliente nunca llegaba a tener claro si se debía a su torpeza o al trucaje del curso, pues todos tranquilos. Algún exaltado te exigía la devolución del dinero, pero en una sociedad líquida, en la que todo cambiaba de la noche a la mañana, no era muy frecuente volverse a encontrar con un cliente.
Llevaba seis meses en la fábrica abandonada, demasiado tiempo sin tener que compartir refugio. Una mañana, mientras bajaba por la rampa, vi a una pareja en los antiguos almacenes de cemento, estaban preparándose el desayuno. Me acerque a ellos y me invitaron a café y tostadas calientes. Eso era lo bueno de las familias, aún en esos tiempos en los que mantener unos niveles mínimos de calidad de vida resultaba realmente difícil, aquellos que formaban una familia, daban la sensación de estar rodeados por un aura de seguridad y confort superior al de aquellos que seguían adaptados al individualismo.
Nosotros manteníamos una relación estable, pero vivíamos en refugios diferentes. Nuestra justificación era simple, si falla el refugio de uno esta el del otro, pero el tema de fondo era el miedo a compartir la rutina diaria, cambiante e imprevisible. La adaptación a los cambios era más fácil para una persona, que si había que mover a tres o cuatro, no había que negociar a dónde ir, ni cómo hacerlo. Si estabas solo, simplemente pensabas y ejecutabas, saltándote la compleja fase del consenso y la búsqueda del bienestar común. Pero, todo tiene su cara negativa, los que se movían solos no contaban con el apoyo de la familia cuando, en un día, perdían lo que habían tardado meses en conseguir, o, cuando la depresión y el desánimo se adueñaba de sus corazones. Los que estaban solos tenían que lamerse las heridas a sí mismos. Hay un dicho popular que dice, buey suelto bien se lame, pero la verdad es que si también te lamen, mucho mejor….