La conversión
Había aceptado que los mapas no sirven de nada. El destino me invitaba a planear sobre el desierto, a olvidarme del agua y a concentrarme en la sed.
– Me encanta el aire limpio y cortante de la sierra – me dijo Julia al coger la carretera del puerto. Fueron sus últimas palabras, su cabeza reposaba sobre mi hombro, la sangre que habíamos visto correr tantas veces, ahora brotaba de su cerebro ¡joder! estaba muerta.
Me bajé del coche y, cuando iba a comenzar a correr hacia el bosque, paré y pensé que si no estaba ya muerto, era porque el cabrón que había matado a Julia ya se encontraba en su restaurante preferido celebrando el trofeo de caza.
Caminé un rato largo hasta llegar a una área de servicio, me crucé con la ambulancia y la policía -que poco podían hacer ya por Julia- Alquilé un coche y volví a la ciudad, llamé a Conrad, el Juez: -era al tipo que te decía por cuánto y a quién había que eliminar -, le dije que Julia había caído y colgué.
Dediqué el día a mudarme de apartamento, no quería pensar y además no tenía tiempo, decenas de historias me relacionaban con Julia, tenía que cortar todos los hilos en veinticuatro horas.
Fue cenando en mi nueva residencia -con los ojos clavados en la marquesina de un cine de barrio que iluminaba intermitentemente un parque, donde adolescentes fumaban hierba y se iniciaban al consumo compulsivo de sexo-, cuando me vino a la cabeza la mirada de Julia la primera vez que hicimos el amor. Fue en un parque parecido a este; no es que fuéramos adolescentes, le acompañaba a casa paseando después de cenar en un restaurante de La Latina –la primavera de Madrid es única, después de un largo y congelador invierno el cuerpo te pide acción- El caso es que, bajamos al estanque de los Jardines del Moro y dejamos que la suculenta cena del Cosaco y la pasión dirigieran la danza de nuestros cuerpos.
La noche estaba de nuestro lado, fue un encuentro limpio, nuestros movimientos encajaban como si llevásemos meses ensayando cada postura. Concluida la comunión subimos a Bailén, ella cogió un taxi y yo fui caminando hacia Conde Duque, por aquel entonces vivía en un piso antiguo junto a la plaza de las Comendadoras. Al atravesar la Plaza de España, camino de San Bernardino, vi a un par de chicas blancas bailando al ritmo de los yembés de un grupo de rastas senegaleses. Madrid ya era una ciudad cosmopolita.
Cumpliendo con la tradición, tardamos una semana en volvernos a ver, me apetecía llamarla, pero hoy en día un buen polvo no significa nada, o quizá sólo eso, polvo. Mientras para ti ha sido la fusión perfecta entre mística y biología, para ella puede haber sido la rutina del viernes libre del mes, cuando deja a los niños con su madre y puede salir de fiesta, o está encantada con su novio y tu has sido un mero ejercicio espiritual que afianza su relación de pareja, o cualquier otra cosa…
Lo cierto es que ella reaccionó bien a mi llamada, conseguí cerrar la cita. Julia apareció con pinta de haber salido a pasear al perro, sin pintar y con ropa de ver películas en casa. Me hizo sentir incómodo, se notaba a la legua que yo iba vestido para impactar, pero lo olvidé con rapidez cuando al saludarnos conecté con su mirada, era pura magia: unos ojos negros y brillantes enmarcados por dos líneas de pestañas largas y sedosas. No habían pasado diez minutos y ya me parecía más atractiva que la noche anterior con su modelazo de Diesel.
Comenzamos con unos vinos por la zona del Ateneo, después de cenar fuimos a la Fábrica de Pan y luego al Candela que, esa noche estaba en su salsa: una mujer madura, elegante y sin bragas, llenaba de babas a un joven gitano; junto a ellos, una pareja de pintores asiduos discutían con un viejo y desdentado intelectual sobre los orígenes del Flamenco payo; por supuesto, estaba el bailarín surrealista pidiendo a todo el mundo, cada cinco minutos, una china; Julia y yo charlábamos en una mesa junto a la barra. Ella había ido a cambiarse de ropa antes de cenar, sustituyendo el chándal por una minifalda de cuero marrón, botines a juego y…, no recuerdo que llevaba puesto sobre el sujetador.
Hablábamos de los nuevos flamencos -tema de moda en aquellos años- cuando un personaje muy curioso se metió en nuestra conversación, no era otro que, Conrad: la persona que en el futuro se convertiría en el eje de nuestras vidas, en el Juez, en la Familia.
– ¿Os interesa el flamenco? – preguntó. Sin darnos tiempo a contestar, de su elegante abrigo de piel de camello extrajo dos invitaciones para “El Capullo de Jerez” en la sala Caracol -¡Buen gusto!- le dije recogiendo las entradas.
– No me lo agradezcas demasiado, de vez en cuando publico alguna crítica de flamenco y todas las salas me envían invitaciones, es un placer dárselas a quienes lo aprovechan de verdad, con la cantidad de payasos que suelen ir a estos conciertos simplemente para dejarse ver o contar que estuvieron.
-¿Tendrás invitaciones para Duquende- preguntó Julia.
-¡Claro!- contestó él, mientras se sentaba a nuestra mesa.
Julia estaba fascinada y a mí, la verdad es que el tipo me parecía muy interesante. No es que Julia alucinara con el tema de las invitaciones, el Juez era muy atractivo y manejaba a la perfección el estilo de sabio humilde que ya se curtió hace tiempo en la bohemia.
En un par de horas nos había dejado claro su domino de la historia contemporánea en las Artes y en las Ciencias, y además coincidíamos con sus hipótesis. Faltaba mucho tiempo para que supiéramos que era una estrategia repetida desde hacía años, se adaptaba al perfil de sus víctimas y lo hacía muy bien.
– Ese estrato de creación en todas sus dimensiones: música, escultura, pintura, etc., que posibilita un salto hacia otra forma de concebir la creación, es el momento que más me interesa de toda corriente o escuela – dijo Conrad –El paso del Romanticismo al Impresionismo, de este al Expresionismo, la ruptura con lo figurativo, el Abstractismo…, esos momentos de tránsito son geniales, como la época de los Ismos a principios del XX- concluyó.
A los pocos días comíamos en su casa de la calle Magdalena, un piso enorme: suelos de madera, sala de ensayo con instrumentos de percusión y espejos para la danza, biblioteca, diseño sofisticado por todas partes, cuadros, esculturas…; la casa de un ciudadano del mundo con mucha plata.
Comimos lubina, vino blanco de Rueda a ritmo de Miles Davis, postre de chocolate y unos toques de marihuana. Sonó el timbre y llegó Mónica, una sudanesa impresionante. Finiquitadas las viandas, Conrad me hizo un guiño para que eligiera habitación, Julia y yo nos retiramos a hacer el amor a un dormitorio, mientras el Juez y Mónica hicieron lo propio en la biblioteca. Todo fue muy natural y tranquilo, fuimos reapareciendo en el salón al atardecer, nos propusieron picar algo ligero para cenar y, ya puestos, nos quedamos a dormir con el plan de salir el domingo por la mañana a tomar el aperitivo por el Rastro.
Se acercaba la semana santa y Conrad nos ofreció ir juntos a un apartamento en Sierra Nevada, aceptamos y todo siguió rodando muy bien. El juez nos había seducido por completo, sólo faltaba que nos contara de dónde sacaba tanto dinero y tantas propiedades. Unos meses más tarde pasábamos unos días en otra de sus fincas, una casa preciosa en la Alpujarra, al año estábamos matando para él.
Fuimos conociendo a sus amigos, todos encajaban con el alo mágico de Conrad: -hombres y mujeres con dinero, elegantes y liberales, cultura, buenos coches, control de la mesa en todas sus vertientes…, artistas, abogados, políticos, publicistas y directores de todo tipo: de cine, de empresa e incluso de orquesta.
Comulgamos, Julia y yo compramos el estilo de vida del Juez, por lo tanto, también admitíamos su manera de hacer plata, sobre todo uno de sus negocios más lucrativos y para el que nosotros íbamos a ser contratados en breve: eliminaciones por encargo.
Nos especializamos en parejas –¡Una pareja que elimina parejas!- Gritó Conrad riéndose con moderación, todo lo tenía dosificado, era un jodido monumento al autocontrol.
Se trataba de esperar una llamada en la que el Juez nos daba dos nombres y una dirección, y acto seguido recibíamos un correo electrónico con los detalles más precisos sobre el estilo de vida y las costumbres de la pareja diana. El plazo para llevar a cabo la ejecución solía ser de tres meses, alargándose a seis para los casos complejos. La manera de cobrar era sencilla, unas dietas diarias hasta que se conseguía el objetivo. Por la primera eliminación cobramos, durante cuatro meses, quinientos euros al día por cabeza. El dinero también enganchaba al proyecto del Juez, pero el trabajo de persuasión psicológica era la clave de todo el asunto: -Conrad siempre nadaba contracorriente….